Era muy pequeño para entenderlo todo. Cuando uno todavía es un niño no puede comprender lo que significa experimentar sentimientos encontrados en su interior. Cierto día eso le ocurrió a mi madre. Era el año 1988. Años- esos de los ochenta-que eran sinónimo de escasez, violencia, incertidumbre, y por supuesto, tristezas.
Pero había allá, en la lejana Asia, un puñado de mujeres que estaban decididas a regalarnos a todos los peruanos esa felicidad que, caprichosa y malvadamente, nos estaba siendo esquiva. Eran las dirigidas por Man Bo Park. Y lo mejor es que iban por buen camino.
Para muchos fue una sorpresa, incluso para ellas, que disputasen la final de vóley en las Olimpiadas de Seúl frente a las rusas (Gina Torrealva hace poco declaró que la meta que se habían trazado las “matadoras” era quedar entre las cuatro mejores selecciones del mundo). Y ahora, estaban a sólo un paso de alcanzar la gloria. Gloria que, sin haber ganado la medalla de oro, igual acariciaron. Quedaron segundas y se adjudicaron la presea de plata. Tristeza y alegría a la vez. Sentimientos distintos y mezclados que no sólo zarandearon el corazón de mi madre, sino el corazón de todo el país.
Después de esa gloriosa y añorada generación sólo tuvimos momentos fugaces de esperanza y felicidad. Y esperábamos con ansiedad y nostalgia que una nueva casta de voleibolistas nos invitase a soñar con algún día, no muy lejano, ver nuestra bendita bandera bicolor flamear en un podio olímpico.
Y tuvieron que pasar casi 20 años para que un grupo de aguerridas muchachas vuelva a engancharnos a este deporte de los mates. Deporte tan olvidado como poco respaldado. Deporte que fue dejado de lado para que sea el fútbol quien tenga la preferencia. Dilección que, por cierto, no fue correspondida con satisfacciones. Todo lo contrario.
Acabada la participación peruana en las I Olimpiadas Juveniles Singapur 2010 nuestras “matadorcitas” han obtenido la medalla de bronce. Sin embargo, hay voces que se han levantado para vociferar que este logro no tiene la misma relevancia que el conseguido en Seúl. Que sólo participaron ocho selecciones. Que no estuvieron Brasil, Cuba, Rusia y demás potencias mundiales.Pero lo mencionado, ¿minimiza en algo la obtención de este galardón por parte de las pupilas de Natalia Málaga? Desde luego que no.
En principio, porque esta selección no recibe mayor apoyo. Mas aún si consideramos el presupuesto con el que cuenta en comparación con el de otros países, incluso sudamericanos. Países donde los deportistas reciben un sueldo y no las propinas que reciben los nuestros. Está clarísimo que en nuestro país no hay políticas de gobierno orientadas a apuntalar este y otros deportes relegados. Lo que hay, y eso es más que evidente, es un oportunismo descarado.
Por otro lado, hay algo que debemos destacar. Y es el progreso que han evidenciado la mayoría de estas muchachas. Aquí un dato: 9 de estas medallistas formaron parte del equipo de menores que el año pasado logró el sexto lugar en el mundial que se desarrolló en Tailandia. Esto muestra la evolución de esta nueva estirpe de voleibolistas.Hay un trabajo continuado a pesar de las limitaciones propiciadas, sobre todo, por el abandono de nuestras autoridades.
En menos de un mes nuestra selección juvenil enfrentará otro desafío: El Sudamericano de Colombia (9 al 16 de octubre), que servirá como preparación para el mundial del próximo año que se disputará en nuestra patria.
Hay mucho que mejorar aún, eso es indiscutible. Pero, hay muchas razones también por las cuales confiar en que más temprano que tarde ya no nos volverá a atrapar esos sentimientos encontrados con sus afiladas tenazas. Sentimientos que, allá en los ochenta, no entendía pero que hace unos días por fin comprendí. Llegado el momento sólo habrá alegría. Y ya no por una medalla de bronce o de plata. Sino que, lágrimas rebeldes brotarán de nuestros ojos al ver colgadas en el pecho de nuestras bizarras chicas esa anhelada y codiciada presea dorada y ver flamear nuestra insigne enseña por todo lo alto.
Paciencia, ya nos tocará.
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